[ENTRE LA CIUDAD DEL DÓLAR Y LA CIUDAD DE LA ENERGÍA] La tienda que revolucionó Ponferrada y el comercio mundial
LUIS CEREZALES | Corría el final del año 1980 y el mundo de Ponferrada se veía desde los ventanales del entresuelo que ocupaba el mítico Café San Remo en la Plaza de la República Argentina, entre la calle del mismo nombre y la de Fueros de León. Aquel establecimiento, salvando las distancias épicas y cinematográficas, era nuestro particular Rick’s Café a la berciana.
Allí se concentraba la pomada social, política y económica de nuestro valle de lágrimas con una intensidad digna de un mejor relator, pues por aquel entonces yo era un joven rojo emboscado que iba por libre y cuyo único interés en política era que se asentara un régimen democrático de libertades; empeño que para mí había comenzado mal con dos chascos monumentales: entronizar la monarquía y meter al Bierzo en un tenderete autonómico cuyo resultado hoy padecemos como una esclavitud sin cuento.
Pero volvamos al San Remo en cuyo amplio salón se vivía, se contaba y se sentenciaba sobre todo lo humano y lo divino que aconteciera en las tierras bercianas. Nada de lo que pasaba era ajeno a las paredes interiores de San Remo: por allí pululaban los empresarios caninos interesados en hacerse el encontradizo con otros directores de bancos porque ya los suyos les habían cerrado el grifo, o frecuentaba su barra el conocido intermediario de un Capitán, después condenado, que desde Ponferrada negociaba la compra de los autobuses para el asalto al Congreso del inminente 23 F de 1981.
En sus mesas apañaban sus limitados recorridos desde los de Fuerza Nueva hasta los troskistas más recalcitrantes, los del PSOE consumían exultantes tras las prolongadas vacaciones; los de Alianza taciturnos bebían sorbos cortos relamiendo su franquismo residual, los de UCD asustados con los espadones y aliviados por seguir en el machito; los del PCE contentos y recelosos escrutaban a los de al lado antes de hablar; y los bercianistas sin recelos trataban de llevar a las nuevas formaciones su mensaje de que el bercianismo era de todos y que por eso eludían convertirse en una opción partidista, el Tarsicio apóstol de castellanos y leoneses aún se dedicaba a la poesía.
Estaban pasando muchas cosas y muchas más iban a pasar, el ruido de los sables tan callado como acongojante sonaba cercano a pesar de la distancia a los cuarteles, y mientras tanto el San Remo seguía siendo un caleidoscopio humano que miraba al mundo inmediato desde sus ventanales y que a la vez que acogía una segmentación humana curiosa. La hora del vino y la cerveza del mediodía llamaba a los de la pasta, tanto forrados como hambrientos; la tarde a los matrimonios del café con leche y el cruasán crujiente, así como a las mocitas maduras que querían pescar marido y solo encontraban picaflores dispuestos a todo menos a pasar por el altar.
Un momento único era por la mañana temprano, cuando los que tenían que viajar por negocios pasaban por la barra baja de los desayunos donde se aburrían los “sobrantes” y les ofrecían viajar con ellos a gastos pagados para hacerles más llevaderas las horas de coche por las carreteras del Plan Redia; no solía fallar la compañía, apenas pedía un tiempo corto para coger una muda en casa y subirse al coche. Con todo ello la hora top de San Remo era la del café tras la comida, que se dividía entre los que jugaban la partida de cartas y los que nos dedicábamos a las tertulias sentados en los ventanales.
¡Ay, aquellas tertulias inolvidables! tan variopintas y tolerantes, a veces brillantes, otras ácidas y siempre instructivas. Aquello fue el apogeo de lo que obligatoriamente se había callado y a la vez un cenit antes de despeñarnos por la ramplonería del pensamiento domado. No había temática obligatoria ni tabúes vedados, todo se abordaba y nada se eludía de política, historia, actualidad y vicisitudes inmediatas. En una ocasión ocurrió lo que no figurará en los anales de la adivinación pero que merece un recordatorio pues el adivino y el relator aún andamos por este mundo.
Ocurrió que desde uno de esos ventanales observábamos como en el local de la esquina que formaban Ramón y Cajal y Calvo Sotelo (hoy Avenida de Galicia) de la propia Plaza de la República Argentina, se iba a colocar el rótulo que desvelaría por su denominación cual era el establecimiento que se abriría. Se sabía que no era del comercio clásico de Ponferrada y que era de confección; un sector dominado por las familias Tahoces, Uría y Bodelón, que veían sin mayor alarma la llegada del intruso.
En los prolegómenos durante la fijación del cartel sin quitar el plástico protector, uno de los asistentes fijos a la tertulia, muy viajero y enterado, nos había informado de que la tienda a inaugurar era de un leonés que vivía en La Coruña y que decían que se había vuelto loco abriendo tiendas por todo Galicia. Esa información, unida al piadoso comentario, sobre el desconocido emprendedor añadía más intriga al inminente desvelado del nombre del nuevo establecimiento.
Fue en el preciso momento en que retiraban el vinilo cuando se incorporó a la tertulia el vástago de una de las dinastías del comercio textil ponferradino y, aún sin sentarse pero viendo que todos estábamos pendientes del acontecimiento, sentenció como si hablara desde la fe absoluta: “ESOS EN SEIS MESES ESTÁN CERRADOS, APUESTO LO QUE QUERÁIS”. Por fin leímos el cartel de nuestras intrigas y vimos por primera vez el desconocido nombre de ZARA.
“El loco” que lo promocionaba se llama Amancio Ortega, y era su primer eslabón fuera de Galicia en una andadura exitosa que le ha llevado a ser la primera empresa del Ibex 35 y su fortuna es la mayor de España y una de las principales del Mundo. Se cumplen por estas fechas los 50 años de Zara, 45 en Ponferrada, y procede recordar el fino olfato del adivino; hoy ninguno de los establecimientos de las familias tradicionales permanece abierto.