[CONTINENTES VACÍOS] Emilia
MATEO ORALLO REGO | Es casi verano. En invierno hace más frío. No ha mucho, ha amanecido y, lo que viene siendo ahora, suenan teléfono y despertador en casa de Emilia. Seguramente tiene sus rituales para desperezarse, su rutina skin-care matutina, los caprichos propios del desayuno; pero nada de eso nos contarán los mass-media, adictos a centrar la atención, es decir: nuestra atención, en los ricos y en los poderosos.
Emilia es madre soltera o tal vez no y el mayor está en la universidad acabando una ingeniería, algo a lo que ella dedica cada día sus primeros y más bellos pensamientos. Quizás les acompaña el sonido musical de la radio de garantías mañaneras mientras se viste y se prepara para ir al supermercado, donde atenderá los caprichos y los desmanes de, entre otros, los ricos y los poderosos.
El mundo se sostiene sobre los hombros de Emilia y una bandolera alegre que baila en su cintura mientras pasa frente al café del barrio, desde y hacia donde se cruzan vigorosos “¡buenos días!”. Luego, con las demás compañeras, se sube la verja, se abren las puertas y se conectará el sistema que hace funcionar las máquinas registradoras. Ya no solo los másmedia: tampoco los sindicatos, centrados en exigir el agua en Marte, destacan siquiera el Primero del cinco lo que acaban de sacar adelante dos días atrás Emilia y sus compañeras.
Desde fuera, la labor parece rutinaria en los supermercados, glándulas pineales de nuestra logística de reparto y distribución de bienes en su punto álgido minorista. Solo los apagones, las crisis sanitarias y pandemias, la caídas de viaductos, las erupciones volcánicas y las declaraciones de guerra parecen poner en ellos el foco, el foco por antonomasia, el de los másmedia; ese que orientan a su parecer los ricos y los poderosos.
Pero, durante lo que semeja una semana ordinaria para el común de los mortales, puede estar una compañera de permiso, porque, al igual que Emilia, casi no tiene tiempo libre ya que es voluntaria obligatoria en el sistema patriarcal de los cuidados y se ocupa de su madre —y se la tiene que llevar al especialista—; u otra, algo más joven, directamente está de baja pues la espina dorsal de nuestra logística de distribución de mercaderías se nutre erosionado la espina dorsal de sus cajeras. Además, Fulanita anda algo torpe últimamente pero hay que entenderlo, que lleva una mala etapa, con lo del piso y eso; y Menganito, el bueno de él, acaba de empezar, está enterándose, todavía en prácticas, el pipiolo.
Los días son así en el Bedis, en el Freud, en el Covirán más de mil años, Covirán; en el Continente de toda la vida, en Der Baum (cuando lo había), en el asturiano que antes patrocinaba a la Ponfe o en el Merca-no-sé-qué ese verde, con el logo amarillo. Los días son así gracias a Emilia y a Fulanita, que hacen el milagro posible: reponen lo comprado, organizan los pedidos, orientan en el laberinto, salvan nuestras vidas, embolsan la compra.
Son expertas en nutrición, dietética, caprichos infantiles y remedios de lavado; topógrafas y arquitectas de interiores, guías de confianza pasillo arriba, pasillo abajo; analistas financieras con visión enciclopédica y microscópica de la evolución histórica de los procesos inflacionarios.
Sustentan el mundo y se remangan para solucionarlo llegado el caso hasta llegar a sustituir ellas mismas a cada hebilla que se quiebra en nuestro sistema económico, con sus brazos, con sus hombros, con sus espaldas. Padecen incombustibles y nuestra esperanza, su poder, este no, jamás será desterritorializado.
Yo quisiera a Emilia de alcaldesa, con sus brazos en jarra, inquisitivos, augurando la solución de los problemas; con su pulcro quehacer convirtiendo en orden el desorden; con su bondad y su conocimiento pulsado de la realidad siendo el candil moral de la sociedad, no solo los días de lío, caos y demás apocalípsises posmodernos, que por lo visto irán en aumento, sino en lo cotidiano.
Porque no confundirse: el caos es la norma y lo cotidiano es la excepción; lo que pasa es que nos hemos acostumbrado a la cotidianidad de lo cotidiano. Y este solo es posible porque hay personas que, gracias a su capacidad de organización inconmensurable, ‘crean’ lo cotidiano. La cotidianidad existe en tanto que fruto del trabajo de sus manos, en tanto que fruto del operar de las que están-ahí. Son, nuestras hacedoras de mundos, las cajeras de supermercado, que abren de 9 a 21:15 de lunes a sábado con continuidad a mediodía, también algunos festivos; y hacen posible a diario que exista “lo diario”. Y en esos momentos excepcionales, como los del lunes pasado, crean de la nada el lo-que-viene-siendo-ahora y levantan el de-hoy-para-mañana cuando todo se viene abajo.
Cuando la ratio de virtud se vuelve imposible y nuestros pasos se orientan por la ratio de supervivencia, el rancio se vuelve más rancio; el terco, más terco; el obstinado, más obstinado; y en cambio ellas, las emilias, las incombustibles, las insustituibles, las imprescindibles, las que erigen de cero un mundo firme como el acero, las trabajadoras… se arremangan tras dilucidar brazos en jarra y entre todas qué ha de hacerse y se ponen a mostrarle al sol, y para el caso también a Red Eléctrica, cómo se brilla.
Gracias por, una vez más, ser el hogar en el hogar de la raza; gracias por ser, una vez más, el relámpago que hace visible la noche; gracias por, una vez más, brillar en la oscuridad. Gracias, Emilia; gracias, trabajadoras de los supermercados: gracias, emilias, gracias.