[LA OVEJA NEGRA] Putin y la guerra de Ucrania, teatro de sombras del capitalismo global
GERMÁN VALCÁRCEL | Siguen mintiendo, siguen manipulando. No es la guerra la que ha desatado la crisis energética, es la crisis medioambiental y energética la que ha recrudecido la guerra de Ucrania, un conflicto que lleva, al menos, una década abierto. Antes fueron Afganistán, Irak, Irán, Libia, Siria, Yemen, Sudán y tantos otros ya olvidados, como el Sahara o Palestina.
Desde el final de la última gran guerra europea, allá en 1945, más del 80% de todos los conflictos acontecidos han sido iniciados o auspiciados por un país: los Estados Unidos de América. En el momento de escribir estas líneas, hay más de sesenta abiertos en todo el planeta, nada saben, ni nos contaran los mercenarios de la “información”, al menos hasta que quien paga lo diga. El origen de estos conflictos es, casi siempre, el mismo, aunque lo disfracemos de nobles causas con Ongs “solidarias”: la búsqueda de los recursos necesarios para que nuestro metabolismo socioeconómico siga funcionando.
Lo que está ocurriendo era previsible, viene siendo avisado desde hace más de cincuenta años. Científicos sociales como Murray Bookchin y economistas como Georgescu Roegen ya alertaron, a finales de los años sesenta del pasado siglo, sobre los efectos que la acumulación y depredación capitalista causan en el planeta. En 1972 el informe el Club de Roma avisó sobre los límites del crecimiento. Posteriormente, en 1992, la revisión de dicho informe nos advirtió que ya habíamos topado con esos límites.
Ninguna medida real se ha tomado desde entonces, a pesar de que los estragos que el modo de producción capitalista y el productivismo causan en los ecosistemas son evidentes para todos, por muy ciego que se esté ahí están la acidificación de los océanos, la devastación de la biodiversidad del suelo, la subida del nivel del mar y las sequías, como consecuencia del cambio climático antropogénico, la contaminación y pérdida de vida de los ríos o la sexta extinción masiva ya en marcha.
Evidente es, también, la crisis energética y de materias primas. Algo que, en España, llevan anunciando desde hace dos décadas científicos como Pedro Prieto, Ferran Puig Villar, Marga Mediavilla, Antonio Turiel o pensadores como Carlos Taibo. Sin embargo, los problemas ecológicos siguen totalmente disociados de su contexto, incluso dentro del movimiento ecologista se tiende a reducirlos a un juego místico, frecuentemente trufado de resabios colonialistas.
Lo que estamos viviendo es el derrumbe del sistema, su autodestrucción, su agotamiento, su hundimiento. Finalmente, se topó con sus límites, con los límites de la valorización del valor, latentes en su seno desde el principio. La crisis actual no es, como algunos quieren hacernos creer, un ardid de los capitalistas, una manera de imponer medidas aún más desfavorables para los trabajadores y los beneficiarios de las ayudas públicas, una manera de desmantelar las estructuras públicas y aumentar las ganancias de bancos, fondos de inversión y súper-ricos. Es innegable que algunos actores económicos logran sacar grandes beneficios de la crisis, pero eso solo significa que un pastel cada vez más pequeño se divide en porciones cada vez más grandes para un cada vez más reducido grupo de competidores. Lo evidente es que esta crisis está fuera de control y que amenaza la supervivencia del propio sistema capitalista.
Que el capitalismo haya alcanzado sus límites no significa que se vaya a derrumbar de un día para otro, aunque no es descartable. Más bien, será un declive lento, donde islotes, aquí y allá, la mayoría de las veces amurallados, sigan funcionando, dejando amplias zonas de tierra quemada donde la gente deberá buscar maneras de sobrevivir como puedan. El mayor problema al que nos vamos a enfrentar ya no es ser explotados, sino el ser simplemente superfluos, desde el punto de vista de la economía mercantil. En la fase actual, el capitalismo reduce a miles de millones de seres humanos a la condición de desechos.
En esta fase agonizante en la que se encuentra, el capitalismo todavía va a causar terribles estragos, no solo desencadenando guerras y violencias de todo tipo, sino también provocando daños ecológicos irreversibles, la mala salud del capitalismo es solo una condición necesaria para el advenimiento de una sociedad liberada, pero no es en absoluto la condición suficiente. El hecho de que la cárcel esté en llamas no sirve de nada si la puerta no se abre, o se abre al precipicio.
Lo evidente es que esta crisis está fuera de control y que amenaza la supervivencia del propio sistema capitalista
Ya no es necesario demostrar la fragilidad del capitalismo, tampoco concebir la alternativa al capitalismo como formas que más bien lo continúan -lo cual es una magnífica noticia- algo que los reformismos de todo tipo han venido haciendo y, desgraciadamente, siguen intentando. Cada día que pasa tengo más claro que los modos defendidos desde las distintas disidencias controladas (manifestaciones, huelgas, pancartas y protestas) son herramientas del pasado, absurdas si se limitan a ejercer una labor testimonial. El mito de la “revolución” como el de que cada cual “haga su parte” está superado. Esos métodos y esas maneras de lucha y resistencia ya no sirven para nada en la fase actual, en la que todos los supuestos antagonistas de antaño, el proletariado y el capital, el trabajo y el dinero acumulado corren el riesgo de desaparecer juntos abrazados en su agonía: es la base común de sus conflictos lo que está desapareciendo.
Hay gentes que me acusan de criticar sin ofrecer soluciones, no las tengo. Soy incapaz, ni siquiera de vislumbrar si será posible encontrarlas en una sociedad a la que se ha convencido de que aparentar ser es lo mismo que llegar a ser lo que nunca se podrá ser. La cooperación, la ayuda mutua, la simple hospitalidad y la decencia han desaparecido de las relaciones sociales en nuestras individualistas y egocéntricas sociedades occidentales.
Solo reconfigurando la sociedad de abajo arriba tendremos alguna pequeña posibilidad de mitigar el sufrimiento que vamos a tener que soportar y que llevamos siglos infligiendo en otras geografías a otros seres humanos y no humanos. Es la única solución realista, pero pienso que será muy difícil llevarlo a cabo, las sociedades capitalistas viven una situación de atomización social y de aislamiento espiritual que no tiene precedentes en la historia de la humanidad. La alienación humana es casi total.
La huella que la civilización capitalista deja en la historia del planeta es un paisaje en ruinas, un montón de escombros, donde se mezclan los cascotes de todas las guerras, las maquinarias herrumbrosas construidas para el desarrollo del que tan orgullosos nos sentimos, las basuras generadas por nuestro desaforado consumismo y los cuerpos destruidos por la violencia ejercida por la explotación sobre el medioambiente y sobre otros seres humanos y no humanos. Son los desechos del progreso, “bienes” que no han servido más que para ser utilizados, a menudo con absoluta crueldad, para satisfacer nuestros fines más triviales.
La destrucción a la que hemos sometido al planeta tiene raíces psicológicas muy profundas. Hace ya muchas generaciones que hemos dado por hecha la noción del crecimiento hasta tal punto que se ha fijado en nuestra consciencia de la misma manera que lo hemos hecho con la propiedad privada que nos parece sagrada. Por sus orígenes jerárquicos y patriarcales, las sociedades occidentales carecen de empatía hacia sus semejantes y hacia el resto de seres no humanos que habitan el planeta.
Ya nos decía el antropólogo anarquista David Graeber que “la verdadera pregunta no es ¿cuáles son los orígenes de la desigualdad social? Si no que habiendo vivido una gran parte de nuestra historia yendo y viniendo por diferentes sistemas políticos, la pregunta es: ¿cómo nos hemos atascado tanto?”